La simulación tributaria es aquella
alteración aparente de la causa, o negocio jurídico o el objeto verdadero de un
acto o contrato. Así lo define la RAE. Es el principal y más habitual
comportamiento del defraudador.
La Sentencia del Tribunal Supremo, Sala
de lo Contencioso-administrativo, de 29 de octubre de 2012, considera que
existe simulación tributaria cuando se realizan “una serie de negocios que no
responden a la realidad típica que los justifica”, o cuando “no existe la causa
que nominalmente expresa el contrato, por responder éste a otra finalidad
jurídica distinta”.
Este concepto se introdujo en la ley
General Tributaria del año 1963. Establecía que los tributos se exigirían con
arreglo a la naturaleza jurídica del presupuesto de hecho definido por la Ley.
Con independencia de cualquiera que fuese la forma que los interesados le
hubieran dado.
En la actualidad se recoge en el
artículo 16 de la Ley General Tributaria (Ley 58/2003). Este artículo, sin
definir el concepto de simulación, establece cuales son las consecuencias de la
misma.
El artículo 16 de la LGT contiene la
regulación aplicable a la simulación en el ámbito tributario:
"1. En los actos o negocios en los que exista simulación, el hecho imponible gravado será el efectivamente realizado por las partes.
2. La existencia de simulación será declarada por la Administración tributaria en el correspondiente acto de liquidación, sin que dicha calificación produzca otros efectos que los exclusivamente tributarios.
3. En la regularización que proceda como consecuencia de la existencia de simulación se exigirán los intereses de demora y, en su caso, la sanción pertinente".
Este precepto no contiene una definición
de la simulación por lo que, para determinar si el mecanismo utilizado por la
reclamante para desarrollar y, especialmente, facturar su actividad empresarial
constituye simulación será preciso acudir al concepto acuñado por la
jurisprudencia y la doctrina.
Como ha declarado reiteradamente el TS,
la simulación es un vicio de la declaración de voluntad en los negocios
jurídicos por el cual ambas partes, de común acuerdo y con el fin de obtener un
resultado frente a terceros, dan a conocer una declaración de voluntad distinta
a su querer interno. Igualmente, la doctrina suele incidir en que esta cuestión
estaría subsumida dentro del tratamiento de la causa y, en concreto, en los
artículos 1.275 y 1.276 del CC., relativos a los contratos sin causa o con
expresión de una causa falsa. No obstante, debe señalarse que el propio
Tribunal Supremo en Sentencia de 30 de mayo de 2011 (Rec. 1061/2007) indica que
la simulación "... puede alcanzar a cualquiera de los elementos del
negocio o del contrato; en nuestro ordenamiento, por tanto, tratándose del
contrato, puede afectar a los sujetos, al objeto y a la causa (art. 1261 CC).
Ahora bien, el problema surge especialmente en la simulación de la causa por su
estrecha vinculación con la finalidad o propósito que las partes persiguen al
celebrar un contrato. Así se considera que un contrato realizado no con el fin
habitual o normal, sino para el logro de un resultado singular adolece de vicio
en la causa, y al apartarse de la causa típica o carecer de ella merece la
calificación de simulado, con simulación relativa o absoluta".
El Tribunal Supremo ha manifestado que
la simulación "es una mera apariencia engañosa carente de causa y urdida
con determinada finalidad ajena al negocio que se finge" (Sentencias del
TS de 10/07/1984 y de 06/06/2004 ); que la misma "se produce cuando no
existe la causa que nominalmente expresa el contrato, por responder éste a otra
finalidad jurídica distinta" (sentencias del TS de 16/09/1991 y de
27/02/1998 ); y que "es un vicio de la declaración de voluntad de los
negocios jurídicos por el cual, ambas partes, de común acuerdo, y con el fin de
obtener un resultado frente a terceros, que puede ser lícito o ilícito, dan a
entender una manifestación de voluntad distinta de su interno querer" (sentencias
del TS de 30/09/1989, 08/02/1996 y STS de 08/07/1999). Los contratos simulados,
pues, fingen un negocio jurídico inexistente (simulación absoluta) o encubren
otro distinto (simulación relativa).
Los lindes entre las diferentes figuras
negociales, desde la "economía de opción", fundada en el principio de
autonomía de voluntad, en la que se elige entre diversas alternativas jurídicas
en función de su mejor reparto en la carga fiscal hasta el fraude de ley, que
persigue la consecución de un resultado económico por medios jurídicos
distintos a los normales medios jurídicos que natural y primariamente tienden
al logro de fines distintos de los amparados por la norma jurídica, o el
negocio simulado, en el que se concluye uno distinto del realmente querido por
las partes, provocaron lo que en materia tributaria ha venido a denominarse
"conflicto en la aplicación de la norma tributaria". A su vez, la
difícil delimitación de las fronteras del fraude de Ley con los supuestos de
simulación, recogidas la primera de ellas en el artículo 24 de la LGT y el
segundo supuesto en el artículo 25.2, conduce a realizar una interpretación
subsidiaria prevista en el artículo 6.4 del Código Civil .
Es negocio simulado, según la más
reconocida opinión de los civilistas, aquel que contiene una declaración de
voluntad no real, emitida conscientemente y con acuerdo de las partes para
producir, con fines de engaño, la apariencia de un negocio que no existe o que
es distinto del verdaderamente realizado. La prueba de la simulación ha de
llevarse a cabo por medio de presunciones, dado el evidente propósito de
ocultación de la verdadera operación, en tanto que en el negocio indirecto ha
de probarse el fraude cometido a través de un expediente especial cual indica
la norma. Esta prueba de presunciones o indicios ha sido objeto de reiterado
análisis por el Tribunal Constitucional. Así, por todas, la STC 66/2006, de 27
de febrero señala:
"En cuanto a los medios probatorios
sobre los que puede basarse la convicción judicial de culpabilidad, hemos
declarado desde la STC 174/1985, de 17 de diciembre, según recordábamos
recientemente en la STC 186/2005, de 4 de julio, que a falta de prueba directa
de cargo también la prueba indiciaria puede sustentar un pronunciamiento de
condena sin menoscabo del derecho a la presunción de inocencia, siempre que: a)
los indicios se basen no en meras sospechas, rumores o conjeturas, sino en
hechos plenamente acreditados, y b) que los hechos constitutivos del delito se
deduzcan de los indicios a través de un proceso mental razonado y acorde con
las reglas del criterio humano, detallado en la Sentencia condenatoria (SSTC
155/2002, de 22 de julio, 43/2003, de 3 de marzo y 135/2003, de 30 de junio).
Como se dijo, alegando doctrina anterior, en la STC 135/2003, de 30 de junio,
F. 2, el control constitucional de la racionalidad y solidez de la inferencia
en que se sustenta la prueba indiciaria puede efectuarse tanto desde el canon
de su lógica o cohesión (de modo que será irrazonable si los indicios
acreditados descartan el hecho que se hace desprender de ellos o no llevan
naturalmente a él), como desde el de su suficiencia o calidad concluyente (no
siendo, pues, razonable, cuando la inferencia sea excesivamente abierta, débil
o imprecisa), si bien en este último caso el Tribunal Constitucional ha de ser
especialmente prudente, puesto que son los órganos judiciales quienes, en
virtud del principio de inmediación, tienen un conocimiento cabal, completo y
obtenido con todas las garantías del acervo probatorio (SSTC 155/2002, de 22 de
julio, 198/2002, de 28 de octubre y 56/2003, de 24 de marzo) (STC 267/2005, de
24 de octubre).
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